
En el tortuoso camino del ahora estancado proceso cubano, con sus crónicas dificultades económicas en estado de agudización, su tradicional intolerancia para el disenso y abierta represión de la oposición al sistema, con presos “contrarrevolucionarios” pacíficos cuyos delitos han sido expresar, de una forma u otra dentro de la isla o al exterior, su inconformidad con el régimen y divulgar además presuntas violaciones de derechos humanos; en medio de un marasmo financiero sin precedentes , cuando el embargo comercial del mercado más favorable y cercano hace mayores estragos aparece, de súbito, por primera vez atendida por el Poder en forma significativa, la Iglesia cubana.
Las conversaciones entre Raúl Castro y el Cardenal Ortega y Alamino, como ocurre en las negociaciones serias se realizan con discreción e información muy limitada a los medios. Resultan de ellas la liberación de decenas de presos por motivos políticos que acceden a trasladarse a otros países, se controla abruptamente la sospechosa ira del “pueblo enardecido” que se traducía en actos de repudio relativamente violentos contra Damas de Blanco y la madre de Orlando Zapata en Banes, y se promete excarcelar después a los presos que no accedan a abandonar su país, cosa que todavía está en veremos…
El resto no es silencio. De la gestión entre la Iglesia y el Gobierno y que pareció iniciarse a instancias de éste conocemos, como en los icebergs, lo que aparece sobre la superficie y que suele ser un mínimo del total.
Y he aquí que aun con ese conocimiento escaso, algunos se comportan con mayor grado de locura y fantasía que el caballero de la triste figura y la emprenden contra la Jerarquía Católica que ha participado y dado la cara en una gestión que ha conducido fundamentalmente el gobierno. Es verdad que quedan muchas interrogantes. Pero la sola aceptación de una Institución tan independiente como la Iglesia Católica como válido interlocutor es, como dijo su Eminencia el Cardenal, un paso nuevo sin precedentes. Fortalecer ese interlocutor, y aglutinar a los cubanos de todas las tendencias en el reconocimiento y el respeto a esa Institución podría conducir potencialmente a una salida gradual, no traumática y aceptable para todos, del estancamiento suicida en que se halla la sociedad cubana. Apostar por ello debiera aplazar las ansias protagónicas de aquellos prontos a la crítica y a las exigencias sin base de sustentación. Se ahorrarían, después de la primera enervación que causan las posturas extremas y pasionales de la retórica beligerante, hacer el ridículo.